El 7 de febrero de 1997, a las siete de la noche, el Bocaisapo abrió su boca para albergar a la bohemia paceña. Hoy cumplimos 18 años y la Pachamama festejará de vestido largo; pero ya se han escrito muchas reseñas al respecto durante todos estos años por columnistas y por mí misma, en los diferentes medios escritos. Sin embargo, siempre hay tema para hablar y hoy quiero referirme a todos esos amigos entrañables que ya no están, a esos clientes consuetudinarios que la muerte, no el olvido, nos arrebató.
Escucho la primera voz en el recuerdo -no por orden de ausencia- de Miguel Ángel Zuaznabar, el Pocho, el poeta-pintor que durante todos estos años hizo de maestro de ceremonias en esta fecha: "Bienvenidos a este nuevo aniversario…”. Con su media sonrisa y siempre la palabra precisa, tan comprometido con el boliche, tan dispuesto a cualquier locura como cuando decidimos sacar periodiquitos de Alasita con la Vicky Aillón (¿dónde estás Vicky?) y lo veo sentado a un costado de la barra, su lugar favorito, riendo con la Agui Castro, su compañera de vida, de risa y de partida.
Parado en la puerta, deteniéndose a mirar el reloj que está detrás de la barra, antes de entrar, está el Bene Aiza, con su sombrero y su eterno morral al hombro, donde -uno se imagina- están sus dibujos; el artista se ha citado con otros Beneméritos de la Utopía. Escucho las cuerdas de un charango, ágiles dedos tocan "callampeadas”, es el Jovero Salamanca, que se sienta sobre el baúl de madera, forrado con cuero de cabra, a un lado de la barra; no habla mucho pero en su mirada se nota un alboroto interior…
De un tropezón, sin respetar el orden de las gradas y golpeándose la cabeza, entra el Víctor Hugo Viscarra. "¿Está mi jefa?”, pregunta por la Vicky, "¿Y mi madrastra?”, refiriéndose a mí. Parece un ángel torpe arrastrando sus alas, porque como todo ángel, Víctor Hugo es terrible en sus recuerdos, en sus vivencias, con más arrugas en el corazón que en el rostro.
Otro que se golpea la cabeza al entrar (pero no por tojpi, sino por grande) es el Markus Fuss, un boliviano que se atrevió a nacer en Suecia. Hacedor de charangos, habla desde que entra, pero no se le entiende nada por el pijchu que guarda en su cachete.
Hay dos guitarristas sentados al fondo, debajo del retrato del dueño del local, son el Renato (perrito) Careaga y el Jechu Durán, llegados del mundo lejano que imaginamos, en un ahora eterno, desligado ya del doloroso futuro.
Están también quienes llegaron al Boca por invitación a las noches literarias. Son grandes personajes que nos honraron con su presencia, como Blanca Wiethüchter, (la Blanquis de la Vilma Tapia, ¿dónde estás Vilma?), cuando leyó Itaca y todos la escuchamos con la garganta anudada y Jesús Urzagasti, el gran prosista de mi predilección. Antonio Paredes Candia que dijo: "Estos jóvenes no tienen ni puta idea de lo que es puntualidad”, cuando su lectura estaba programada para cierta hora y el Boca estaba casi vacío. Otro, el autor de Cantango por dentro, don Julio de la Vega, una delicia escucharlo y la amiga y poeta Gladis Dávalos, leyendo sus poemas.
Aunque se dice que nadie alarga su vida ni una hora, quiero creer que lo que sucedió una vez sigue sucediendo siempre, que lo eterno es el instante y tal vez así lo entienda la nueva camada de jóvenes entusiastas como los hermanos Aldo y Ariel Cortez, el Ale Canedo, el Isra Badani, la Pati Soliz, el osito Ernesto Rodrigo, la Vero Ordoñez, el Alfonso Hinojosa y otros, todos albergados por Gerson Adriázola, hacen en Todos Santos una mesa para esperar a todos los ausentes y comparten vino, masitas y poesía, ante etéreas presencias que sin duda, como los presentes, entendieron que la amistad es amor y el amor no tiene tiempo ni espacio, que el hombre trasciende el mundo natural.
Para ellos, para los ausentes, mi recuerdo, mi añoranza, mi homenaje.
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