martes, 7 de mayo de 2013

El Anticuario Un rincón para comer y beber entre reliquias.

Se come muy bien, pero con el Jesús en la boca. No vaya a ser que se voltee el vaso de refresco o que una papa frita caiga sobre el mueble. Y los pies, mejor tenerlos quietos, pues los detalles de madera que van debajo de la mesa son un lujo.

El dueño, Fernando Jiménez Blanco, se desvive por atender a los comensales. Es un ejemplo de amabilidad que ya quisiera uno encontrar en otros restaurantes. Pero hasta en esto, El Anticuario es único.

Sito en la calle Villalobos de Miraflores, casi esquina Argentina, el lugar es fácil de reconocer, pues en la puerta, sobre un pequeño atrio, hay dos sillas antiguas debidamente encadenadas al muro. Si uno no es muy atento, dejará pasar el detalle de que se trata de un lugar para comer. Pensará que se trata de un negocio de antigüedades, tan abigarrados aparecen al fondo mesas, sillas, sillones, cuadros, esculturas, relojes, lámparas, alfombras...

Jiménez o sus colaboradores están atentos para invitar a los curiosos a trasponer las puertas de cristal, detrás de las cuales se repliegan cortinajes de color azul.

Un juego de living estilo inglés, de tapiz verde agua, desorienta un poco. Se siente como si se estuviese a punto de invadir la intimidad de un hogar. Un hogar religioso, a juzgar por las dos imágenes de la Virgen María que miran desde las esquinas de esa salita. “Son la Virgen del Rosario y de la Inmaculada Concepción”, explica Jiménez guiando el paso hacia el fondo, mientras el guiado no sabe dónde detener la mirada: todo atrae como poderoso imán.

Desde la cocina llegan los olores a comida. Y aunque no son ni las 11.00 de un viernes, hay gente que espera la “ranga tradicional” sentada a la mesa, la del “comedorcillo”, como le llama el dueño. Es como si las otras, más grandes e imponentes junto a sus sillas talladas, infundiesen respeto.

Dos de los juegos de comedor son de estilo isabelino Luis XV (de 15 y de 16 piezas ) y uno más es vienés de 1857 (17 piezas). Además de las sillas (en algún caso dobles para los reyes y con brazos para los cancilleres), hay trinchantes y vitrinas. Una de éstas ha sido adaptada para colocar en la parte central superior a la Virgen de la Esperanza, importada desde Barcelona, donde Jiménez estudió. Flores de retama desprenden su aroma a los pies de la imagen.

Médico y coleccionista

El anfitrión de este singular restaurante es médico. Durante 22 años, resume su carrera, trabajó en gestión de riesgos. Desde su puesto oficial y como jefe se encargó de coordinar la respuesta ante desastres, de manera de llevar atención médica a los damnificados. En octubre de 2012, este padre de seis hijos renunció al cargo.

Desde muy joven, “15 o 16 años”, la pasión por las antigüedades llevó a Jiménez a reunir objetos, siguiendo el ejemplo de su padre, Fernando Jiménez España, “quien fue uno de los mejores joyeros y orfebres que tuvo La Paz”. Obras de metal primero, luego música, muebles y todo cuanto llegase a sus manos, con posibilidades de ser adquirido, fue reuniéndose en el hogar del médico durante más de 45 años.

En cierto momento, libre ya del compromiso de trabajo, se le hizo más evidente al coleccionista la necesidad de mostrar sus tesoros. “Pensé que debía compartir con el resto de los habitantes de La Paz esto que, de lo contrario, resulta muy egoísta. Que lo vea la gente, que lo pueda tocar”.

La idea del restaurante se afinó con la existencia de un sobrino chef, Marcelo Jiménez, y la familia dispuesta a cooperar. Un ayudante más, Alejandro Torres, se ha encargado de ubicar las reliquias, de tal manera que se luzcan mejor.

Pinturas de arcángeles, paisajes, santos y otros se disputan espacio en las paredes con relojes de péndulo que, eso sí, no marcan la hora; cada uno parece haberse detenido en una distinta. Por derecho propio, tan bellos son, destacan dos espejos venecianos colocados frente a frente.

Sobre los trinchantes y mesitas hay de todo: máquinas de escribir, planchas a carbón, microscopios, teodolitos, máquinas fotográficas, la escultura de una monja...

Lámparas de cristal de roca penden del techo (o más bien, de estructuras de metal especialmente concebidas para soportar el peso). Y desde una esquina llama la atención una estufa francesa de 1938-40, eléctrica y con lámparas de un metro de largo.

“Mis cachivaches”, les llama el propietario, que de pronto recuerda una nueva adquisición: un reloj de bolsillo de tapas doradas al que le da cuerda y comienza a funcionar como si estuviese nuevo.

En el espacio libre de mesas se impone una enorme balanza de metal, cuyo eje mide dos metros. “Se usaba para pesar plata; es de industria inglesa y data de 1857”, explica Jiménez y lo confirma la inscripción.

La música, mencionada entre los placeres del dueño de El Anticuario, se traduce también en objetos. Dos vitrolas lucen su imponente estructura, mientras en los platos reposan discos: Cariñito, reza en la cara A, un vals de Manuel Rentería interpretado por Fernando Albuena y la Orquesta de América. Se podría pedir que tocase, pero en el momento un reguetón llega desde la radio, hasta que Jiménez pide a su colaboradora que ponga algo más adecuado. Temas instrumentales, es la respuesta; pero cuánto mejor sería que ese foxtrot titulado San Francisco, encerrado en los surcos del otro disco, comenzase a sonar al contacto de la aguja.

El espacio de El Anticuario es alquilado. Y, dada la cantidad de mobiliario y adornos, resulta pequeño. Pero esa es su magia. El comensal, tratado como uno más de la familia, hasta es posible que olvide que está sentado en joyas e hinque el diente sin problema en cualquiera de los platos.

De comer y beber se trata

Porque, hay que recordarlo, éste es un lugar para comer y escanciar. Lo ratifica el menú (elaborado en moderna computadora) que ofrece: pique “Antiques”, asado de tira de antaño, mondongo, picante surtido, pailita, picante de lengua y ensalada mixta de atún y queso. Y el especial de carnes: filete del abuelo, Pedro Picapiedra y Steak Antiques. Hay también almuerzo diario.

Si lo que se desea es algo más ligero, a media tarde, hay un servicio de té que incluye capuchino, chocolate y variedad de sándwiches y hamburguesas.

El restaurante abre de lunes a lunes, de 10.30 a cerca de la medianoche. Se puede reservar para acontecimientos de grupo. O, simplemente, echar una ojeada, como en un museo, para un viaje al pasado.

Fernando Jiménez confía en que los clientes se acostumbren a acudir a este espacio cuya apertura y manejo acepta como un riesgo calculado. “No en vano aprendí a gestionarlos (los riesgos); no en vano soy un desastrólogo que absorbió algo valioso de los japoneses: la reingeniería; si algo sale mal, pues hay que reencauzarlo”. Otra lección es la del trabajo en equipo. “Yo solo no haría nada en un campo que desconozco; pero están mi esposa Betty, las señoras de la cocina” y, claro, los cachivaches.






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